“ la ingratitud es hija de la soberbia ”
Siendo yo un zagal
barbilampiño escuché a mi tío Benigno (hermano de mi abuelo) que su padre, mi bisabuelo
Caledonio, le dijo en cierta ocasión: “nunca seas ingrato, por muchos defectos que puedas
tener. Si se es agradecido los amigos sabrán perdonar aquellos errores que
podáis cometer, pues del ingrato, todas las virtudes que pudiera tener pasan
desapercibidas”. Ese mensaje de mi tío, me viene a la memoria demasiadas veces
en estos tiempos del desencuentro y de la errónea convicción de que no debemos
luchar por ganarnos el respeto y el cariño de quienes nos rodean, de aquellos
que nos apoyan, de aquellos que nos ayudan a subirnos al pedestal y a mantenernos en él, como hijos
de la soberbia. Esa que practican aquellos que creen que nadie les ha cedido
nada y que todo se lo merecen por méritos propios, sin tener en cuenta lo que
pudiera suponer el sacrificio para aquellos que ceden, aún a sabiendas que
aquello que están cediendo o entregando les corresponde por derecho y justicia.
Decía Séneca: “Ingrato es quien niega el beneficio recibido; ingrato
quien no lo restituye; pero de todo el más ingrato es quien lo olvida”. Eso es algo que no tiene que ver con la cuna donde se
nace o con ideologías, ingratos existen por encima de clases, colores o
creencias. No es cuestión de prebendas, de compensaciones por lo dado, se trata
de entender que lo dado es el beneficio propio de quien lo da. En eso el
refranero español es más que sabio pues define al ingrato, como aquel que volver mal por bien, tiene por trato.
Pero aún nos falta una pieza
para este puzle; la envidia. Esa que muchos guardan y que expresan airadamente cuando vociferan sus supuestos logros e incluso haciendo suyos los que no lo son, olvidando y menospreciado los de los demás. Para ello recurren al
menosprecio, la acusación sistemática y la búsqueda incansable por causar el mayor daño posible. Ahí aparece la soberbia engrandeciendo a la
ingratitud, tapando esta con excusas, apatía y malas formas, derivadas todas
ellas por la triste envidia que les carcome consumiéndoles lentamente.
Estos perfiles desconocen
el ejercicio de la autocrítica, pues en muchas ocasiones están enardecidos por
una corte de adláteres que se encargan de colocar anteojeras para limitar su
visón de la realidad y la prudencia. Cuando esta última no es la base de la
valentía, se convierte en temeridad, desconociendo sus propios límites y errores.
Como decía el mes pasado solo una bofetada de realidad hace que algunos
recapaciten. Hace que entiendan que el que se retira no huye, sino que imita a
muchos valientes que se guardan para tiempos mejores.
Y así tenemos el País lleno
de ingratos hijos de la soberbia que pululan por la piel de toro con sus
anteojeras puestas para ver únicamente su realidad. Y que adornan sus oídos con
grandes tapones para no escuchar a esa inmensa masa que chilla desesperada de
soluciones para su futuro, pero que transita silenciosa ante personajes
esclavos de su propia arrogancia, y de su corte de peligrosos personajillos
manipuladores. Todos ellos obedeciendo los dictados de las todopoderosas
organizaciones políticas que distribuyen las ordenes de los verdaderos amos:
los mercados.
Visto lo visto, retorno a la sabiduría que para estas lides utiliza
Alonso Quijano para dar consejos sobre las nuevas buenas que le
llegan del progreso del gobierno de Sancho Panza. Consejos de los que tendrían que tomar
nota algunos que yo me sé para mejorar su caletre. Y que así le relata: «No hagas muchas
pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas, y, sobre todo, que se
guarden y cumplan;…las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como
la viga, rey de las ranas: que al principio las espantó, y con el tiempo la
menospreciaron y se subieron sobre ella. Escribe a tus señores y muéstrateles
agradecido, que la ingratitud es hija de la soberbia, y uno de los mayores
pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han
hecho, da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de
contino le hace…» (Cap. LI Libro II). Salud.
Comentarios